Sin Medias Tintas
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¿Y la corrupción, ‘apá’?

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La Auditoría Superior de la Federación (ASF) ha documentado irregularidades por más de ¡400 mil millones de pesos! en el manejo de recursos públicos en los últimos seis años. Esta cifra desnuda la realidad de un México donde la corrupción, lejos de erradicarse como se prometió, ha mutado, se ha adaptado al nuevo discurso y, en muchos casos, ha sido normalizada por las propias estructuras del poder.
Los informes de las cuentas públicas del periodo 2019-2024 evidencian un patrón preocupante. La ASF identifica irregularidades, luego estas son “solventadas” —corregidas— mediante procedimientos administrativos, pero rara vez culminan en recuperación de recursos o sanciones efectivas. Esta práctica, que permite resolver hasta el 60% de las observaciones a través de tecnicismos burocráticos, convierte la fiscalización en un ejercicio meramente simbólico. La rendición de cuentas se transforma en una faramalla, donde las cifras escandalosas se diluyen y no trascienden al ámbito de la justicia.
¿Recuerda el episodio de 2021 cuando la ASF rectificó sus hallazgos sobre el costo de cancelación del aeropuerto de Texcoco por presión del Ejecutivo? Ése fue un punto de inflexión, porque desde entonces el órgano fiscalizador ha evitado confrontaciones directas con el poder y ha limitado su papel como contrapeso efectivo. La realidad política derrotó a la autonomía.
Y si a ese debilitamiento institucional le sumamos el desmantelamiento sistemático de los mecanismos de control y transparencia como la desaparición del INAI y CompraNet, entonces nos han dejado un vacío crítico en el derecho ciudadano de acceso a la información. La transparencia pasará a ser una concesión discrecional del poder, y la información que antes era pública y rastreable, ahora queda a merced de la opacidad. Ya lo vivimos: el poder sin vigilancia tiende al abuso; y el abuso sin prueba visible, a la impunidad total.
Casos emblemáticos como Segalmex, donde más de 15 mil millones de pesos fueron desviados sin consecuencias para los responsables de alto nivel, ilustran tal impunidad. La magnitud del desfalco contrasta con la tibieza de la respuesta institucional, y evidencia que la corrupción persiste y se ha sofisticado bajo nuevos esquemas que combinan legalidad aparente con desvío efectivo de recursos.
No olvidemos, además, que en un país con profundas desigualdades sociales y prácticas clientelares arraigadas, la elección directa de jueces podría derivar en un sistema judicial subordinado a intereses partidistas, donde la justicia se determine por afinidades políticas y no por criterios jurídicos objetivos.
Ante este panorama, la fiscalización quedará con un doble bloqueo: la ineficacia estructural por un lado, y el desmantelamiento de los contrapesos por el otro. La ASF documentará irregularidades, pero serán neutralizadas por un sistema diseñado para absorber críticas sin transformarse y, al mismo tiempo, no habrá institución alguna que pueda darle seguimiento a esas observaciones. Se creará —otra vez— un círculo vicioso donde la corrupción se documente pero nunca se sancione.
Lo más inquietante para mí es la naturalización social del fenómeno. La gente, bombardeada por cifras millonarias de corrupción que nunca se traducen en consecuencias reales, ha desarrollado una suerte de “fatiga moral”. Como dijo Zygmunt Bauman, vivimos en la “normalización de la incertidumbre”, donde la indignación se vuelve efímera y el cinismo se convierte en refugio colectivo. El escándalo pierde su potencia transformadora cuando se vuelve rutina.
Mientras los desfalcos millonarios se diluyen en el olvido colectivo, a la vez que nuevos escándalos ocupan por un momento el espacio público, los académicos y las organizaciones civiles hacen esfuerzos por documentarlos, pero enfrentan recursos limitados y un entorno cada vez más hostil hacia la crítica.
La polarización política ha contaminado incluso el debate técnico sobre fiscalización, donde cualquier cuestionamiento es catalogado como posición partidista. Como será visto este texto, seguramente.
Deberíamos exigir un rediseño profundo del sistema de rendición de cuentas, porque no es una concesión del poder, sino un derecho ciudadano. La fiscalización no es un ejercicio burocrático ni una herramienta política, sino un pilar del Estado democrático. Es imperativo recuperar la autonomía efectiva de los órganos fiscalizadores, garantizar el acceso irrestricto a la información pública, fortalecer la justicia profesional e independiente, y empoderar a la ciudadanía mediante mecanismos de participación que trasciendan lo simbólico.
Si los ciudadanos no exigimos con firmeza la restauración de estos contrapesos, no solo se consolidará un régimen de impunidad, sino que perderemos la capacidad de indignarnos. Y sin indignación, no hay democracia que sobreviva.
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