Sin medias tintas
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Una ocurrencia más

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Por más que se repita en conferencias y redes sociales, la idea de que todos los jóvenes en México tendrán garantizado su lugar en el bachillerato y saldrán con una carrera técnica bajo el brazo suena más a consigna política que a realidad posible. El llamado Nuevo Sistema Nacional de Bachillerato (NSNB) ha sido presentado como la gran transformación de la educación media superior, pero detrás del discurso hay dudas serias sobre su viabilidad, su calidad y, sobre todo, su sentido práctico.
No es la primera vez que se promete una educación más justa, más accesible y con mejores resultados. El país lleva más de 50 años parchando el sistema de bachillerato, creando subsistemas distintos con diferentes programas, criterios y niveles de exigencia. Hay preparatorias generales, técnicas, abiertas, comunitarias, militares, privadas, en línea, de la UNAM, del IPN, del Conalep, del Cobach, de la DGB, de los CECyTES, y la lista sigue. Lo que debería ser un solo camino para todos, terminó siendo una red desigual donde el futuro de un joven depende más del plantel al que logra entrar que de su talento o esfuerzo.
Se asegura que ahora todos los estudiantes tendrán un espacio garantizado después de la secundaria, que no habrá necesidad de examen de admisión en muchas zonas, y que todos saldrán con una certificación técnica avalada por universidades como la UNAM o el IPN. Suena bien, suena justo y suena moderno.
Pero el problema no está en lo que se dice, sino en lo que no se hace. Para empezar, los maestros no están listos para este cambio. A la mayoría no se les ha capacitado adecuadamente, ni se les han entregado los nuevos materiales con tiempo. Muchos ni siquiera saben exactamente cómo se aplicará el nuevo plan de estudios. Se espera que enseñen de otra manera, con un enfoque por competencias técnicas, pero sin darles herramientas reales. Ya pasó con la Nueva Escuela Mexicana en educación básica: se les cambió el plan sin preguntarles, sin prepararlos, y luego se les culpó cuando las cosas no salieron como se esperaba.
Además, los problemas de fondo no se resuelven con cupos ni con diplomas. Hay cientos de planteles en condiciones precarias, sin internet, sin talleres, sin laboratorios, sin maestros suficientes. Hay jóvenes que llegan con lagunas enormes desde la primaria y secundaria, y se espera que en tres años adquieran formación técnica profesional. ¿Cómo lograrlo si muchos apenas saben leer con fluidez o hacer operaciones básicas? (Le recomiendo un artículo anterior: 5 x 7).
La gran promesa es que todos terminarán con una certificación profesional, lista para usarse en el mercado laboral. Pero nadie ha explicado bien cómo se va a asegurar que esas certificaciones realmente sirvan. Si no hay prácticas, si no hay equipos, si no hay vínculos reales con empresas, esos títulos podrían no tener valor fuera del papel. Ya tenemos muchas generaciones de egresados de Conalep o CBTIS que nunca ejercieron lo que estudiaron. ¿Qué garantía hay de que esta vez será distinto?
El otro punto delicado es el de la evaluación. Con la desaparición del INEE y el abandono de pruebas estandarizadas como Planea, se ha perdido una herramienta clave para saber si los alumnos están aprendiendo o no. Si ahora se unifica el sistema sin un método claro para medir resultados, corremos el riesgo de producir más certificados… pero menos aprendizajes. Y eso solo daría continuidad a la tragedia.
El fondo del problema es que se quiere resolver todo con anuncios y cambios administrativos, sin atender lo esencial: el trabajo en el aula. No hay reforma posible sin docentes bien preparados, sin condiciones dignas, sin seguimiento real. Hacer más escuelas, dar más becas y ampliar la matrícula son pasos necesarios, pero no suficientes. Si no se asegura la calidad de la enseñanza, lo único que se estará haciendo es inflar las cifras sin transformar la vida de los jóvenes.
El nuevo sistema de bachillerato podría ser una oportunidad real para mejorar, para reducir desigualdades y ofrecer un futuro más justo. Pero si se repiten los errores de la Nueva Escuela Mexicana —improvisación, falta de diálogo, desprecio por los maestros, y ausencia de evaluación—, será otra promesa que se derrumbe al primer contacto con la realidad. Y los que pagarán el precio serán, otra vez, los que menos tienen.
No basta con decir que todos tienen derecho a estudiar. Hay que garantizar que ese derecho se ejerza con calidad, con sentido y con futuro. Si no, lo único que se estará entregando es un papel más… Y de esos, México ya tiene millones.
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